Soto y su grupo de reformadores suponía que la panacea a los males socio estructurales y económicos del país radicaba en la oferta de facilidades al capital foráneo, pues según ellos, así se traía la civilización y el desarrollo a estos países feudalizados hasta la médula. En ese sentido, la inversión extranjera llegó al país primeramente mediante las compañías mineras y posteriormente a través de las compañías bananeras. La Reforma Liberal, entonces, significaba abrir las puertas de par en par al capital transnacional. A fin de fomentar una opinión favorable a sus medidas los artífices de este proyecto expusieron toda una doctrina. Sobre este particular, uno de ellos –Adolfo Zúñiga– escribía en 1878:
Conocida la tendencia de los Estados Unidos de América para ensanchar sus relaciones comerciales con estos países (…) y siendo un hecho evidente, notorio por todo el mundo conocido, que todos esos feracísimos terrenos de la Costa Atlántica y de las Islas de la Bahía, son apropiados para el cultivo de las frutas tropicales; y que estas frutas tienen extraordinaria demanda en los Estados Unidos, precisamente en los mismos momentos en que aquella gran nación quiere dominar y reemplazar en nuestro comercio a Inglaterra, Francia y Alemania ¿Será lícito dudar siquiera, que es tan grande como seguro el porvenir que nos aguarda?
También Ramón Rosa, decía: “necesitamos que vengan a nuestro suelo grandes corrientes de emigración que traigan, con nuevos pobladores, el espíritu de empresa y el espíritu de libertad que han formado ese pueblo prodigio que se llama Estados Unidos de América”.
Con base en tales criterios, el gobierno de Marco Aurelio Soto no vaciló en entregarle las llaves de nuestra economía al capital monopolista, a través de “liberales concesiones”, como él mismo escribió en 1883:
Con el fin de asegurar y favorecer el desarrollo de la industria minera, el gobierno ha acordado liberales concesiones a los hondureños y extranjeros que se ocupen de la explotación de minas (...) Juzgo que las concesiones hechas darán aliento a los trabajadores de minería y traerán del exterior beneficiosas empresas
Y es que no dejaba de ser una urgencia para Soto alentar la explotación minera cuando él era dueño, juntamente con su primo Enrique Gutiérrez, de una mina en el pueblo de San Juancito. Al llegar a la Presidencia de la República había contactado algunos banqueros de Nueva York a fin de explotarla en gran escala y con métodos modernos. De este modo, surgió el 18 de noviembre de 1880 la Compañía “The New York and Honduras Rosario Mining Company”, con un capital de un millón 500 mil dólares, divididos en ciento 50 mil acciones. Soto pasó a ser uno de los principales propietarios de la empresa. No es de extrañarse entonces que las prerrogativas otorgadas a la empresa comprendieran entre otras canonjías y privilegios la exención sobre impuestos por importación de maquinaria, equipo o materiales propios para la explotación de un campo; sobre impuesto de exportación de los minerales extraídos; y todos los impuestos municipales y nacionales de cualquier tipo.
En otras palabras, la empresa sólo tenía que extraer el mineral y llevárselo al extranjero, sin objeción de nadie, alejada de cualquier preocupación o amenaza estatal y sin preocuparse de pagar un solo lempira por ello.
Claro está, una concesión como ésta, terriblemente lesiva a los intereses del país, no podía ser ventilada fuera de las oficinas en donde se firmaban los acuerdos. En caso contrario, la opinión pública tendría, naturalmente, una reacción desfavorable a estos convenios acomodados al interés de unos pocos. Con el objetivo de evitar contrariedades, Soto no publicó en la Gaceta el decreto relacionado con las exenciones. Esta omisión voluntaria fue desenmascarada hasta 1897, por el Secretario de Hacienda de ese momento.
Como era de esperarse, Soto arguyó que esta compañía minera había sido la primera en organizarse en Honduras y que el desarrollo económico nacional como consecuencia de la buena cantidad de empleos que generaría compensaba cualquier obsequio estatal; se mostraba, asimismo, bastante positivo al declarar que el éxito de esta compañía en la actividad minera sería el imán que atraería mayor inversión extranjera y con ella vendría el conocimiento y la tecnología tan necesaria para el país. En virtud de ello, declaraba que era una obligación del Estado hondureño prestarle todas las facilidades posibles al capital foráneo con el fin de que este último no encontrase obstáculos que le impidieran la organización de su trabajo. Amparado en tales concepciones entreguistas, en 1882 Soto estableció de manera general las exenciones para todas las empresas mineras que se formaran en el país o el extranjero. De este modo, trataba de maquillar los acuerdos respecto a su propia empresa.
Como consecuencia de este libertinaje concesionario, para 1915 ya se había otorgado más de 276 concesiones en el país, mientras la Rosario Mining Company exportaba “cerca del 90% del total del mineral embarcado” (Arancibia, p.35).
En contraste con la ternura estatal, las compañías mineras no retribuyeron al Estado las bondadosas concesiones que éste les dio. Muy poco de la riqueza producida se quedó en el país. El mejor recuerdo que dejaron fue el empleo de algunos centenares de obreros a cambio de sueldos magros y de pequeñas obras en su beneficio. Sin embargo, la minería no dejaba casi nada.
d. Soto: ¿fundador de instituciones?
Soto fue en buena medida, –en palabras de Morán– un “fundador de lo infundado”. Es decir, un considerable número de las instituciones que la historiografía –que él mismo patrocinó– le adjudica a su creación ya existían anteriormente a su mandato como presidente de la república.
Por ejemplo, el referido presidente no fundó ningún Archivo Nacional. De acuerdo con (Morán, 2002, p.5):
Lo que hizo fue poner la palabra “Nacional” a una entidad gubernamental que siempre había existido en Honduras. Favor de decirme dónde fue cuidada toda la documentación desde la época colonial y desde la independencia hasta 1880 […]. Favor de mencionarme que en las administraciones anteriores a la de Soto no hubo en el presupuesto oficial del Supremo Gobierno el puesto de Archivero Oficial. Favor de decirme que por casi veinte años en las décadas de 1840 y 1850 el Archivero Oficial no se llamaba Antonio Camuci, quien a veces fue también un magistrado en Comayagua.
El Correo Nacional también corrió igual suerte. A la Administración de Correos, Soto sencillamente agregó su palabra favorita: “Nacional”. El Correo:
Anterior a Soto fue establecido y para el cual el primer reglamento muy sistemático fue decretado por el gobierno del Presidente y General Santos Guardiola […] unas pocas semanas después de su inauguración – el Primero de Agosto de 1856. Este reglamento consiste en ocho capítulos y setenta artículos. Fue enmendado en 1866, durante la presidencia del General José María Medina (Morán, 2002, p.5).
Otra tergiversación histórica es la de considerar a Soto como el fundador de la policía en Honduras. Según el ya citado Morán (2002, p. 6):
No es apropiado ni históricamente justificado, que un individuo que nunca portó un fusil en defensa de su patria ni se expuso a ningún peligro de su persona para asumir la presidencia de Honduras (y quien abandonó ese puesto ignominiosamente ante las amenazas de su amo J. R. Barrios en 1883) deba ser considerado como el fundador de la policía en Honduras. Hay que rectificar eso.
Y no es que se pretenda restarle méritos a algunas de sus buenas intenciones. Pero hay que reconocer que durante la Administración de Francisco Zelaya y Ayes (1839-1940) ya había sido editada la ley de policía entonces en vigencia: Reglamento de Milicias Activas del Estado de Honduras.
El antedicho autor Morán es del criterio que:
Atribuir a su mano [la de Soto] la creación de entidades gubernamentales tan fundamentales y esenciales para un país, en vez de considerarlas como una reorganización, es en efecto una obra antipatriótica… [Por lo tanto], llamar “Nacional” a algo ya existente no es fundarlo (2002, p.7).
En síntesis, el problema de Soto no era su deseo de crear instituciones al servicio del Estado sino agenciarse la exclusividad de sus fundaciones aún y cuando éstas ya existieran.
e. Soto y su billete
El l4 de enero de 1978 el Directorio del Banco Central de Honduras autorizó por primera vez la emisión del billete de dos lempiras, en conmemoración del centenario del establecimiento del gobierno de Marco Aurelio Soto. Durante ese año se imprimió treinta millones de piezas a cargo de la casa Inglesa Thomas De la Rue & Co. Limited. Este billete lleva en el anverso el retrato de Soto y en el reverso una vista panorámica de la Isla del Tigre, en el Golfo de Fonseca. La fecha de edición del billete es 23 de septiembre de 1976.
Durante el mandato presidencial Soto obtuvo su billete a costa del erario; pero ya no se hace referencia a la emisión del billete de dos lempiras con su retrato, sino a la fortuna personal que acumuló con la conducción del proceso de medidas de corte liberal. Las exoneraciones que otorgó a ciertas compañías extranjeras y los consecuentes obsequios recibidos de ellas, por ejemplo, demuestra la manera en que el reformador drenó fondos públicos hacia sus cuentas particulares.
f. Las plumas sotistas
Los intelectuales de la Reforma Liberal desempeñaron un papel determinante en muchos aspectos. A ellos se debe, en buena medida, el conocimiento que de la historia nacional se tiene hoy en día, debido a que fueron estos personajes ilustrados quienes se encargaron de retratar el escenario que se imponía en ese momento. Su legado histórico-cultural es valioso. En ese sentido, hay un agradecimiento pendiente hacia ellos por la titánica labor de describir una considerable parte de los hechos históricos acaecidos hace algunos siglos atrás, especialmente durante el siglo XIX.
Pero también es necesario aclarar que los encargados de escribir la historia no siempre lo hacen de manera objetiva. Acaso, ¿no cabe la probabilidad de que la narración de los hechos pueda estar ocultando ciertos intereses materiales tras la discusión y el debate ideológico, sobre todo si la labor del historiador es patrocinada desde el poder? ¿Es imposible la existencia de historiadores apátridas que fuercen interpretaciones históricas de manera tal que el brillo de los personajes o las acciones que describen nunca disminuya?
Es importante señalar que la historia siempre ha sido escrita desde el bando de los poderosos. A través del tiempo la tinta del poder se ha impuesto en detrimento de las visiones históricas de los pueblos, los verdaderos protagonistas de los hechos relatados. Las personalidades, cuyos títulos de respetabilidad son respaldados por el poder que ostentan y no por mérito alguno han sido, tradicionalmente, ensalzadas por la historia; sus desatinos jamás han sido cuestionados.
En el caso específico de la Reforma Liberal la manipulación histórica fue un hecho concreto. La conjunta versión de este proceso, heredada a generaciones posteriores, fue elaborada por intelectuales apologistas al sotismo. Sin embargo, para comprender mejor el proceso de amancillamiento histórico que Marco Aurelio Soto financió hay que dilucidar, en primera instancia, su miseria política.
En 1902 fueron desarrollados los comicios en los que Soto fue humillado por el electorado que recordaba muy bien su primera administración. Desde el año 1876 hasta 1883 hubo un escandaloso ascenso en la fortuna personal de Soto, al haberse enriquecido con fondos públicos. Tal recuerdo popular fue lo que determinó su derrota. No cabía duda que el pueblo lo rechazaba y lo condenaba al sepulcro político.
Sin embargo, Soto quería resucitar políticamente. Era necesario, para él, retomar el tema de las reformas pues con ello vendrían importantes modificaciones a su patrimonio personal. La política entreguista que caracterizó su gobierno no sólo lo había consagrado como el principal impulsor de la Reforma Liberal sino que le generó importantes ingresos personales.
Para conseguir nuevamente la aceptación popular, Soto patrocinó intelectuales que teóricamente hicieran más exitosa la Reforma Liberal de lo que realmente fue. De esa desleal tarea histórica surgió la versión acomodada y mítica de un Marco Aurelio Soto fundador del Archivo y el Correo Nacional.
Otra de las labores de estas plumas vendidas y bandidas consistió en destruir la figura política del General José María Medina, presidente antecesor de Soto durante varios períodos. ¿Por qué lo hicieron?
Ya es sabido que Soto fue impuesto, desde Guatemala y El Salvador, como presidente de Honduras y que, por lo tanto, el entremetimiento extranjero fue visto con buenos ojos durante el período 1876-1880 en que él detentó el poder. Como el General Medina nunca estuvo de acuerdo con la deliberada injerencia extranjera que la Reforma Liberal suponía para Honduras éste tampoco dudó en tomar las armas cuando su discurso persuasivo no hacía mella en sus adversarios políticos. Tal oposición al oficialismo fue motivo suficiente para que los redactores de la historia hondureña, pagados por Soto, lo tildaran de conservador y a la vez de anarquista. De manera tal que Medina llegó a ser retratado por algunos intelectuales de su época como el:
Protagonista del drama reaccionario, obcecado enemigo, agente de la reacción centroamericana, autócrata sin ejemplo, opresor, hombre desleal, amenaza formidable contra la existencia de nuestros gobiernos democráticos, obstáculo permanente de la estabilidad institucional, sistemático transformador de estas comarcas, engendro político de Carrera, conculcador de los derechos inviolables. (Ramón Rosa, citado por Zelaya 2001, p. 21).
Ante esta cadena de calumnias hacia Medina, históricamente manipuladas, Morán, (2002. p xiv) plantea que:
Nuestros connotados escritores, nuestros hombres de investigación y aquellos que nunca faltan para volver por los fueros de la justicia y de la verdad, no aparecieron para quitarle a Medina el lodo de una gran injusticia […] Tócanos a los nuevos escarceadores en papeles viejos, llevar las cosas a su puesto y correr el velo que por tantos años, un siglo justamente, cubrió la realidad que vivieron aquellos hombres singulares, que, como Medina y Guardiola, Lindo y Ferrera, fueron el blanco de las leyendas negras tejidas bajo la euforia de la Reforma Liberal de 1876.
Los intelectuales de la historia y al servicio del poder se encargaron de repetir hasta la saciedad tales mentiras de modo que parecieran verdad y que la historia las registrara como esto último.
Ahora bien; ¿quiénes eran estos ilustrados hombres cuya doble moral, con el paso del tiempo, resultó evidente? Figuran en la lista: Ramón Rosa, Adolfo Zúñiga, Félix Salgado, Rómulo Ernesto Durón, los salvadoreños –azuzados por Zúñiga– Domingo Vásquez, Rafael Meza y José María Aguirre, entre otros.
¿Qué ocurrió con estos personajes que asumieron posturas intransigentes frente al derecho a la vida al que en su momento consideraron como inviolable, pero que luego aplaudieron el fusilamiento de sus opositores –como en el caso del General José María Medina– por considerarlos la encarnación del mal, del desorden, de la anarquía? ¿Qué pasó con sus concepciones existencialistas? ¿Por qué, como reformadores que se preciaron de serlo, y como abanderados de la modernidad, mientras sostenían en una mano las leyes del Orden y el Progreso en la otra blandían el arma para ejecutar a sus opositores?
El mismo Ramón Rosa (1985, citado por Oquelí,) reconocía que:
No todos los que hemos escrito o escribimos en Centroamérica podemos vernos libres de compromisos contraídos talvez irreflexivamente y de cadenas que nos atan por el instinto de conservación o por la dignidad personal casi siempre comprometida, cadenas que llegan a rozarse hasta con la libertad de espíritu y del pensamiento, produciendo el fenómeno de reconcentrar en el fuego interno de las ideas que tímidas se esconden en las profundidades de la conciencia para huir de las tinieblas del despotismo que hacen caer a los hombres generosos en los precipicios de las humillaciones, de las afrentas del salvajismo. Tales son los frutos de nuestro modo monstruoso de ser social y político: las ideas reflejándose en la conciencia cuando pudieran iluminar a pueblos y gobiernos, y las palabras de la hipocresía en los labios envileciendo el carácter del hombre. (pp. 17-18).
En definitiva, las plumas sotistas lograron su cometido; su visión histórica hoy día sigue vigente. Y ese es el núcleo del problema de nuestra historia, que fue financiada desde el poder y luego masificada a través del sistema educativo nacional. Amaya (2012) declara que “desde 1876, esta visión histórica fue también la que se empezó a desplegar en las escuelas, colegios y universidades del país, convirtiéndose entonces en la que es denominada por algunos historiadores como ‘Historia didáctica’, nombrada también por el historiador